Uno de los subgéneros temáticos que cultiva Rastrilla en su poesía es el dedicado a las fiestas del pueblo. Generalmente su referencia es a las de Pedrosa del Príncipe, con clara predilección por las patronales del
Corpus Christi, singularizadas entre nosotros con el nombre de
La función. Pero también ha dedicado algún verso a las de Castrojeriz, con ocasión de engalanar su programa de actos, como ya tendremos ocasión de comentar.
En este tema Rastrilla siempre dibuja un escenario idílico, en el que el pueblo espera con ansiedad la fiesta, la disfruta con mesura y concordia y la despide resignado, aunque alegre ante la expectativa de repetir experiencia el año venidero. Este tono de amable costumbrismo se corresponde muy bien con su intensa vivencia personal en estos eventos anuales.

Para los que hemos vivido nuestra niñez en un pequeño pueblo, la ilusión y ansiedad que despertaba la celebración de
La función es algo difícil de transmitir. El pueblo mutaba, se hacía un territorio más novelesco. Sentíamos una permisividad imposible el resto del año, que comenzaba en el entorno familiar y se extendía a todos los ámbitos. El salvoconducto
“hombre, no te lo tomes así, estamos en fiestas” indultaba cualquier comportamiento excesivo. Este cambio en la conducta se correspondía con los banderines que cruzaban las calles, la música de las rondas, el barullo de las tiendas de gitanos, los bares atestados o la música atronadora de alguna desgastada atracción. También influía el gentío, venido de los pueblos comarcanos, pues entonces se estilaba el intercambiar las visitas familiares con ocasión de las fiestas del pueblo; la gente se esmeraba en su atavío, se servía la mejor comida del año, se gastaba con más despreocupación que de cotidiano. Todo el mundo dejaba de trabajar y acudía, con más devoción y solemnidad que nunca, a la iglesia, y luego al bar y las bodegas.
Además, en nuestra infancia (en el segundo lustro de los setenta, más en concreto) se dieron en Pedrosa las fiestas más brillantes de las que se tiene noticia, con corridas de toros, llamativos espectáculos de variedades, abundancia de barracas, atracciones y puestos de golosinas. Aquellas fiestas dejaron una impronta en nuestro recuerdo que nos predispuso siempre a su favor, aunque los tiempos que vinieron después fueran menos generosos. De ahí esa entregada benevolencia, ese candoroso afecto que muestra Rastrilla por estos días en que nuestro pueblo cambiaba.
Alguna vez tendremos que hablar con sosiego y detenimiento de las fiestas de pueblo, de sus caóticas verbenas intergeneracionales, que siguen teniendo sobre nosotros un ascendiente irresistible. Yo me cuento entre sus apologetas, aunque la bandera más alta de su rehabilitación la enarbola en estos tiempos Isidro, uno de los ídolos de juventud de Rastrilla, que aún las frecuenta con más fidelidad que un almendrero. No hace aún un mes que estábamos bailando en Presencio, en una gran nave para usos agrícolas.
La fiesta del pueblo (Andrés Rastrilla)
Alegría y diversión
pues ha llegado
a este pueblo,
hoy la función.
Con pasacalles y dianas,
ahora los músicos
alegran las calles
por las mañanas.
Con dulzainas y tambores
dan alegría al pueblo
por todos sus alrededores.
A cualquier hora del día
los bares están abiertos
para que tomen bebidas,
todos los que están sedientos.
Para olvidar las penas
y todos los reproches,
hay bailes y verbenas
todas las noches.
La gente estos días
no se echa la siesta,
porque ha llegado la fiesta
con grandes alegrías.
Los de otros lugares,
el último día,
van a los hogares;
en la última verbena
la gente tiende a irse
y espera que llegue
pronto otro año,
pues la fiesta
no ha hecho
a nadie daño.