miércoles, 30 de abril de 2008

El vino

Habrá quien diga, y no le faltará razón, que lo suyo sería publicar sin más comentarios ni trabas los poemas de Rastrilla, tal cual los tengo en mis manos. El otro día leí no sé donde que publicar un blog era, esencialmente, un acto de vanidad. Lo suscribo, y lo asumo. Pero no quiero que se piense que me sirvo de la poesía de Rastrilla para exhibir, de contrabando, mi vacua retórica. Los poemas de Andrés me gustan, recogen, a su muy peculiar manera (ya creo que lo he dicho), el instinto de felicidad con que vivimos aquellos años. No serán grandes construcciones intelectuales, ni contendrán arcanos filosóficos o estéticos de los que ni el propio autor sabría dar buena cuenta. Son espontáneos, llenos de veracidad y sentimiento. A veces tropiezan en una cacofonía o en algún vulgarismo que una mínima revisión hubiera evitado. Pero entonces tal vez no serían nada, porque si algo tienen, es el aroma a flor silvestre que uno percibe cuando remonta la ladera de El Aro. Y nadie le reprocha al Aro no ser el Everest. Pero creo que expuestos sin ningún comentario (la tecnología hace que mis apreciaciones se puedan completar con las de cualquiera) serían muy difíciles de contextualizar para quien no esté en el secreto. Esa es la principal razón del prosaico aditamento que acompaña a estos poemas.

Aquí tenemos una muestra de todo eso que digo. Detrás de estos versos está el placer de haber participado en la vendimia, de haber bebido su mosto y de esperar con ilusión al vino nuevo.



El vino (Andrés Rastrilla)

Entre cascajos areniscos
allí nace la vid,
que en Andalucía y Valladolid
surge entre algunos riscos.

Allí se esconden las uvas
que más tarde, cuando fermente,
se meten en cubas,
para que lo beba la gente.

Ya vienen las mujeres
con cestas y coloños,
ya estamos en otoño.

Cortan los racimos,
se oyen los tiros:
son los cazadores
que están matando la liebre
por los alrededores.

Echa la gente a andar
ya por el camino
antes de llegar al lagar
se han comido algún racimo.

Estamos a últimos de agosto,
se pisa la uva y se hace mosto
para esperar a llevarlo
y hacer el vino
y después embotellarlo
y echarlo, si hace falta,
a los garrafones.

Ya se oyen los tapones,
el vino sale espumoso
y salta de las carrales
cada vez más airoso.

Vino de la Mancha,
Montilla o Cigales,
son los más auténticos
y ¡cómo no!, los más ideales;
blanco, tinto o rosado
es igual. Lo digo con agrado.

martes, 29 de abril de 2008

La fiesta del pueblo

Uno de los subgéneros temáticos que cultiva Rastrilla en su poesía es el dedicado a las fiestas del pueblo. Generalmente su referencia es a las de Pedrosa del Príncipe, con clara predilección por las patronales del Corpus Christi, singularizadas entre nosotros con el nombre de La función. Pero también ha dedicado algún verso a las de Castrojeriz, con ocasión de engalanar su programa de actos, como ya tendremos ocasión de comentar.

En este tema Rastrilla siempre dibuja un escenario idílico, en el que el pueblo espera con ansiedad la fiesta, la disfruta con mesura y concordia y la despide resignado, aunque alegre ante la expectativa de repetir experiencia el año venidero. Este tono de amable costumbrismo se corresponde muy bien con su intensa vivencia personal en estos eventos anuales.

Para los que hemos vivido nuestra niñez en un pequeño pueblo, la ilusión y ansiedad que despertaba la celebración de La función es algo difícil de transmitir. El pueblo mutaba, se hacía un territorio más novelesco. Sentíamos una permisividad imposible el resto del año, que comenzaba en el entorno familiar y se extendía a todos los ámbitos. El salvoconducto “hombre, no te lo tomes así, estamos en fiestas” indultaba cualquier comportamiento excesivo. Este cambio en la conducta se correspondía con los banderines que cruzaban las calles, la música de las rondas, el barullo de las tiendas de gitanos, los bares atestados o la música atronadora de alguna desgastada atracción. También influía el gentío, venido de los pueblos comarcanos, pues entonces se estilaba el intercambiar las visitas familiares con ocasión de las fiestas del pueblo; la gente se esmeraba en su atavío, se servía la mejor comida del año, se gastaba con más despreocupación que de cotidiano. Todo el mundo dejaba de trabajar y acudía, con más devoción y solemnidad que nunca, a la iglesia, y luego al bar y las bodegas.

Además, en nuestra infancia (en el segundo lustro de los setenta, más en concreto) se dieron en Pedrosa las fiestas más brillantes de las que se tiene noticia, con corridas de toros, llamativos espectáculos de variedades, abundancia de barracas, atracciones y puestos de golosinas. Aquellas fiestas dejaron una impronta en nuestro recuerdo que nos predispuso siempre a su favor, aunque los tiempos que vinieron después fueran menos generosos. De ahí esa entregada benevolencia, ese candoroso afecto que muestra Rastrilla por estos días en que nuestro pueblo cambiaba.

Alguna vez tendremos que hablar con sosiego y detenimiento de las fiestas de pueblo, de sus caóticas verbenas intergeneracionales, que siguen teniendo sobre nosotros un ascendiente irresistible. Yo me cuento entre sus apologetas, aunque la bandera más alta de su rehabilitación la enarbola en estos tiempos Isidro, uno de los ídolos de juventud de Rastrilla, que aún las frecuenta con más fidelidad que un almendrero. No hace aún un mes que estábamos bailando en Presencio, en una gran nave para usos agrícolas.



La fiesta del pueblo (Andrés Rastrilla)

Alegría y diversión
pues ha llegado
a este pueblo,
hoy la función.

Con pasacalles y dianas,
ahora los músicos
alegran las calles
por las mañanas.

Con dulzainas y tambores
dan alegría al pueblo
por todos sus alrededores.

A cualquier hora del día
los bares están abiertos
para que tomen bebidas,
todos los que están sedientos.

Para olvidar las penas
y todos los reproches,
hay bailes y verbenas
todas las noches.

La gente estos días
no se echa la siesta,
porque ha llegado la fiesta
con grandes alegrías.

Los de otros lugares,
el último día,
van a los hogares;
en la última verbena
la gente tiende a irse
y espera que llegue
pronto otro año,
pues la fiesta
no ha hecho
a nadie daño.

lunes, 28 de abril de 2008

Eres tú amor... (comentario)


No soy un admirador ciego, no me ofusca ninguna reverencia. Para mí, Eres tú amor... es una composición muy mediocre, prosaica, un pensamiento vulgar triturado en versos. Creo que Andrés no brilla en el tema amoroso, le cuesta transmitir la originalidad de su sentimiento. Ni siquiera en un poema de despecho, como el presente, levanta la cabeza una pulsión auténtica de ira, de odio o de celos. Si acaso, lo más llamativo sea la imprecación al amor, que tanto puede ser entendida como una mención a la chica a quien pretendía, como una más general al concepto del amor, incluso con algún lejano viso del poderoso Eros griego, verdadera alimaña que justificaría la alusión a una guarida.

Una explicación al tono bajo del poema se puede encontrar en los hechos reales que lo sustentan. Ya hace muchos años que Chisum y él, en una de aquellas efímeras maniobras adolescentes, pretendieron a dos mozas de Castrojeriz. Recuerdo que una se llamaba Sonia, aunque no sé a quién de los dos atribuirla (pienso, además, que este detalle carece de mayor relevancia). El caso es que estaban aún en plena ceremonia de cortejo cuando Chisum decidió hacer a su pretendida un regalo antisistema. Era una zapatilla de mujer de invierno, de las de andar por casa, metida en una gran caja de embalaje y almohadillada con paja de cebada. La mala suerte hizo que a la hora de entregar el obsequio coincidiéramos por allí todos los demás, los de siempre. Y alguno (tal vez Jose o Carlos Javier) les arrebató la caja y la lanzó a lo alto. Ésta se abrió, y del estrellado cielo de Melgar cayeron sobre las chicas (las recuerdo bien cumplidas de afeites) la paja, los cartones de la caja y la zapatilla. Ellas, como es natural, se enfurecieron y la relación amorosa, que yo sepa, no prosperó más allá de este deplorable episodio.

Quiero decir con esto que el meollo sentimental no dio de sí para tanto pesar como sugiere el poema. Naturalmente (tantos poemas de amor no son más que un ejercicio de retórica) Andrés está en su derecho de componer sobre lo inventado, pero también es verdad que luego la letra adolece de esa falta de implicación afectiva. Es muy llamativo, por tanto, que Rastrilla descargue las culpas de este fracaso en la pobre muchacha, y le reproche el haber desaparecido sin dejar noticia. Por no hablar de reclamar más madurez a alguien a quien se acaba de llenar el pelo de pajas. Tampoco es muy elegante por su parte el amenazarle con escoger a otra de mejores características (eco automático, tal vez, de la célebre poesía dedicada a Chisum, al que Andrés pinta sosteniendo parecida amenaza: …encontraré a otra, / con más salero que usted).


Eso sí, y a pesar de algunos trazos de su leyenda, Andrés siempre enfocó el amor sin apelar al erotismo. Está claro que, como deja dicho con claridad y contundencia en su célebre ...busco a mi gran amor, siempre le ha dominado la ansiedad romántica, casi platónica, de hallar un complemento a su vida en una mujer que lo quiera. En esto, sobra decirlo, no ha sido muy original...

domingo, 27 de abril de 2008

Eres tú amor...

Alguien dirá que mi obligación moral es entregar a su autor estos folios mecanografiados que tengo en mi poder. Así lo haré en breve, una vez aparecida su obra en el blog. ¿Era la Eneida propiedad de Virgilio cuando el poeta reclamaba en su agonía a sus albaceas la destrucción del manuscrito porque su afán perfeccionista no toleraba un puñado de versos inacabados o por pulir? ¿De quién es hoy la Eneida, uno de los diez o doce libros más célebres e influyentes de la literatura universal? ¿Reprochamos ahora a los albaceas de Virgilio el no haber tenido el escrúpulo moral de haber destruido el manuscrito, tal y como era el deseo de su autor? Salvando todas las distancias, ¿quién nos asegura que Andrés, entrado ya en la cuarentena, reniegue de su afición de juventud y esté tentado de destruir la única copia en que nos consta que esta producción se conserva? Él, además, ha publicado en diversos medios (El Diario de Burgos y Regañón, fundamentalmente, así como en folletos de fiestas de Castrojeriz y Pedrosa) varios de sus poemas. Es decir, no ha manifestado reparos en la difusión pública de su obra. Es más, yo mismo (y esto lo pueden acreditar Chisum y Mónica, allí también presentes) lo he acompañado a la redacción del Diario de Burgos con buena parte de estos poemas para que este medio los publicara. No creo que esta modesta difusión cibernética pueda resultarle desconsiderada o atrevida, pues él ha declarado siempre que su poesía se escribía para ser compartida. ¡Hemos coreado tantas veces al unísono sus poemas más célebres a altas horas de la noche!

Las hojas que han caído en mis manos no presentan índice ni discriminación temporal alguna. Desconozco también a qué porcentaje de su opera omnia alcanza este conjunto de poesías. Como no me atrevo a establecer ni orden ni jerarquía entre ellas, he optado por seguir la numeración que aparece manuscrita a bolígrafo en la parte superior derecha de los folios. Cuando no presentan un título explícito, los encabezo con su primer verso. Mucho me malicio que este legajo de poemas que yo he encontrado accidentalmente, un día de escrutinio y limpieza, insertos en un gran sobre blanco entre el barullo de mis papeles, estuvo en algún tiempo en poder de Chisum. Y hasta juraría que fue éste quien los mecanografió, pues no me consta que Andrés haya gozado ni del instrumento ni de la habilidad técnica para hacerlo, a partir de los manuscritos que el propio poeta le fue entregando, de a poco o todos de una vez. Es cosa sabida la relación de mutua amistad y admiración que Andrés y Chisum se han merecido desde siempre.

En suma, que el orden en que irán saliendo estas composiciones se debe tan sólo a ese misterioso número que, sin saber con qué justificación ni propósito concreto, encabeza la única copia de la que yo tengo noticia y que ahora atesoro entre mis manos. El poema que lleva el número dos es el que sigue, de tema amoroso y que por algunos recuerdos que yo guardo sobre el asunto que trata, me atrevería a fechar entre los años 1987 y 1989. Como en el caso de El alambrista, dejo el comentario que me merece para la próxima entrada del blog.



¡Eres tú amor…! (de Andrés Rastrilla)

¡Eres tú amor
el que me me ha robado el corazón
y me ha llenado de dolor!
No sé dónde te encuentras,
pero ando por la vida
dando muchas vueltas,
buscando tu guarida.

Me siento amargado
pues tú mi corazón me has robado.

¿Te has buscado por ahí otro amor?

Me siento triste,
mas en ti he pensado
la última noche
que tú me diste.

Recuerdo tus ojos, tus ojos,
tus cabellos,
noté en ellos
unos rojos destellos.

No sé dónde estás,
no te encuentro.
¿Te has reído de mí?
Pues he mirado
por allá y por aquí.
Encontraré a otra
más buena y madura,
que no me deje como tú,
lleno de tanta locura,
lleno de amargura.

¡Eres tú amor
el que me ha robado el corazón
y me ha llenado de dolor!
No sé dónde te encuentras
pero ando por la vida
dando muchas vueltas
buscando tu guarida.

sábado, 26 de abril de 2008

El alambrista (glosa)


Para entender el poema es necesario representarse el antiguo café de La Flugen. Cerca de su balconada se ubicaba la máquina de petaco. Cabe suponer que, siendo la única en todo el pueblo, la chavalada alcanzaría rápidamente una absoluta maestría en su manejo. Con todo, y casi por una cuestión de paciencia (una partida extra requería millones de puntos), se arbitró un atajo para hacer infalible y más rápido este beneficio extraordinario. En el fondo operaba la perversa debilidad humana de jugar sin pagar, preciso es confesarlo. Así que un buen día, en una agarrada adolescente, alguién quebró el cristal de la máquina, quedando un resquicio por el que bien cabía un alambre. El proveedor de La Flugen, que sin duda le habría entregado el modelo más arcaico, con el manoseo de muchos bares de ciudad a sus espaldas, no consideraría rentable reponer el cristal. Así que pronto nos percatamos de que introduciendo un alambre por la hendidura, y presionando con él un muelle, con ritmo paciente, podían sumarse puntos incesantemente a los merecidos por el juego. Fue toda una lección moral y de economía doméstica (Gutta cauat lapidem - la caída incesante de una gota llega a horadar la piedra-). De 50 en 50 puntos, hasta llegar a los millones requeridos. La tarea pronto se especializó, y su desempeño cobró hasta un neologismo técnico: el especialista en presionar el alambre a intervalos regulares fue llamado "El alambrista". Andrés era por aquellos tiempos uno de los más aficionados a la máquina, y por tanto, fue desde el principio elegido como principal alambrista. Su tenacidad, su infatigable constancia le hubieran valido, en otras circunstancias, la medalla del mérito al trabajo. En fin, una anécdota sin otra cosa, igual o peor que cualquiera que usted prodría aportar de su recuerdo. Pero con una diferencia: ¿su anécdota fue poetizada?

La poesía de Andrés tiene, como principal característica retórica, el mostrar una severa sujección a la rima, de suerte que con frecuencia se incorpora al poema un léxico advenedizo, que ninguna relación parece tener con el hilo argumental. Más que asegurar la rima, dota al discurso de un inquietante y sugestivo tono surrealista, una asociación entre conceptos que deambula por debajo de las leyes de la causa y su efecto. Tal sucede en este poema con los términos arista, palangana o flauta, voluntariosos esclavos de la rima. Quien haya sido jugador de máquina de petaco no necesitará mayor perífrasis sobre el léxico especializado, del tipo especial y bola extra. Los amarillos eran también dispositivos emergentes propios de este tipo de ingenios mecánicos en los que había que impactar la bola metálica obteniendo con ello un premio regulado.

Por otra parte, es también una constante en la poesía de Rastrilla la práctica de apostrofar al lector (¡Señores, escúchenme!), así como proyectar su personalidad en una tercera persona objetivada (Usted es el alambrista), práctica entre la modestia y el artero artificio literario. También tenemos en este poema otro de los rasgos esenciales de sus composiciones: el remate del poema, generalmente sustanciado en dos versos finales, tiene un aire de conclusión que, sorprendentemente, siempre se aleja un tanto de la secuencia argumental, creando una inquietante sensación de desconcierto en el lector, convencido por la rotundidad de la expresión, pero aturdido por la quiebra de la conexión temática. Recurso que encontró su máxima expresión en el famoso dístico que concluye su poema autobiográfico: Y aunque sea picaresco, / busco a mi gran amor.

Una última consideración en esta apresurada y muy incompleta exégesis del poema es la referencia que se hace en esta composición a la breve experiencia de Andrés como recogedor de huevos y limpieza en general en un gran gallinero del pueblo. Es nota muy característica de la poesía rastrillesca, el incluir (de manera directa, o como una mención consabida) episodios de su biografía personal. Presumir que el lector tiene el mismo conocimiento de su vida que él mismo, es un rasgo de imperiosa candidez. Y una última consideración, a guisa de homenaje a aquella torturada máquina de petaco que tanto juego nos dio en su vejez: un día de Santiago Apóstol (fiesta en Itero del Castillo, en cualquier caso) fue víctima de un violento atraco con una barra de hierro que desencadenó otra página ilustre en la poderosa intrahistoria del antiguo café de La Flugen. Algún día, tal vez, podamos hablar de ello.

viernes, 25 de abril de 2008

El alambrista

Desconozco la fecha exacta en que fue escrita esta poesía. Es preciso reconconocer que Rastrilla no ha sido muy escrupuloso en la supervisión de su obra, y puedo garantizar que la versión que yo doy aquí a la estima pública procede de un folio con los bordes ya amarillentos por el trabajo del tiempo y la desidia. Se trata de un texto mecanografiado sin mucha aplicación (pues las correcciones son guiones que tachan). Tampoco está muy cuidada la distribución de los versos, con lo que me he permitido algunas libertades en su disposición estrófica. De este vago papel poco se puede inferir, así que he de echar mano de mi recuerdo. Si éste no me traiciona, la poesía se remonta a los primeros años de la década de los ochenta. Aún funcionaba en Pedrosa del Príncipe en aquellos tiempos un establecimiento de difícil catalogación. Había sido en su buena época un café de cierto estilo (en segunda planta, con mesas de tabla de mármol), que degeneró con el tiempo y la competencia de bares más modernos en una suerte de chigre para niños (se despachaban todo tipo de golosinas, al tiempo que cervezas y otros licores para guapos entrados en años, banderillas y alguna otra cosa). Detrás de su escueta barra imperaba enérgica la figura, para nosotros casi mitológica, de Fulgencia Vicario (La Flugen, según el uso del vulgo). Muchas ocasiones habrá de volver sobre este singular garito, epicentro de nuestra actividad adolescente. Ahora bástenos con recordar el impulso modernizador que acometió a la Flugen cuando arrancaba la década de los ochenta, y le dio por instalar una estruendosa máquina de discos, otra de petaco y alguna otra atracción (consistía una de ellas en rodar una peseta) de la que ya no puedo dar gran noticia.

La máquina de petaco y sus peripecias, y esto ya delata el tipo de musa que inspiraba a Rastrilla, se convirtieron en objeto de una de sus más célebres composiciones, "El alambrista". Para ser bien entendida, esta poesía, tan encarnada en su actualidad, necesita glosa, y a ese afán me entregaré, Diis volentibus, en el día de mañana. Aunque no es tarea fácil, trataré de recuperar el escenario en que se inspiraron estos versos. De momento, dejo fluir los versos de Andrés, que sin ota cosa, como toda poesía, tienen goce en sí mismos.

El Alambrista (de Andrés Rastrilla)

¡Señores, escúchenme!
Usted es el alambrista
que se sale de la pista
por no romper la arista.
Cuando coge huevos por los corrales
se cree que ha encendido los especiales.
Mete los huevos en la cesta, y piensa:
es que habré encendido la bola extra.
¡Atención, sacrifíquense!
Pues está el especial.
¡Oye, pues me he sacrificado
y he quebrado el cristal!
El otro día comió un melón y pensó:
ya por eso no he hecho el millón.
Andaba y andaba por los pasillos
(pues ésta es cojonuda... ¡No he apagado los amarillos!)
Como el otro día comí pimientos
no he llegado a los doscientos.
No encuentro para lavarme la palangana,
será que hoy no he dado diana.
Usted es el alambrista,
el rey de la pista,
y como el otro día no sacó el especial,
sin darse cuenta, rompió el cristal.
¡Oiga, marque esa pauta!
¡Pero si no he tocado la flauta!

jueves, 24 de abril de 2008

¿Y qué hago yo aquí?

Tengo claro el objeto fundamental de este blog: persigue la máxima y más respetuosa difusión de la obra poética de Andrés Rastrilla Calleja. Tiempo tendremos (este tipo de escritura evanescente desafía a la eternidad, al espacio, a cualquier pretensión de orden) de hacer saber quién es y por qué se asoma aquí su lenta estampa ciclópea. Quien esto escribe guarda una deuda de gratitud para con aquellos tiempos y poemas que, juntos, y declamados entre las efusiones del alcohol, nos ofrecieron la mayor concentración de entusiasmo que nos será dado vivir. Ambos, él y yo, y algunos otros que con el tiempo dimos cuerpo al Comité Anti Misas, apuramos nuestra infancia en cualquier pueblo de la estepa castellana. El nuestro se acomoda al pie de la ladera de uno de los últimos páramos, allá donde dos ríos, el Pisuerga y el Odra, han abierto el espacio con su tesón prehistórico: espacio que se libera hacia Tierra de Campos, donde fluye sin aristas ni contraste. Por las calles sólo transita el cierzo enloquecido; nosotros nos guarecemos de su filo aplastados al sol, burlamos su silbido sañudo en el remanso de las piedras de la plaza de Evilasio. Sentados donde tantos se sentaron antes, las piedras se han suavizado. Tal vez fue en aquellas tardes de claro invierno, cuando Andrés ensartó sus primeras rimas.