sábado, 26 de abril de 2008

El alambrista (glosa)


Para entender el poema es necesario representarse el antiguo café de La Flugen. Cerca de su balconada se ubicaba la máquina de petaco. Cabe suponer que, siendo la única en todo el pueblo, la chavalada alcanzaría rápidamente una absoluta maestría en su manejo. Con todo, y casi por una cuestión de paciencia (una partida extra requería millones de puntos), se arbitró un atajo para hacer infalible y más rápido este beneficio extraordinario. En el fondo operaba la perversa debilidad humana de jugar sin pagar, preciso es confesarlo. Así que un buen día, en una agarrada adolescente, alguién quebró el cristal de la máquina, quedando un resquicio por el que bien cabía un alambre. El proveedor de La Flugen, que sin duda le habría entregado el modelo más arcaico, con el manoseo de muchos bares de ciudad a sus espaldas, no consideraría rentable reponer el cristal. Así que pronto nos percatamos de que introduciendo un alambre por la hendidura, y presionando con él un muelle, con ritmo paciente, podían sumarse puntos incesantemente a los merecidos por el juego. Fue toda una lección moral y de economía doméstica (Gutta cauat lapidem - la caída incesante de una gota llega a horadar la piedra-). De 50 en 50 puntos, hasta llegar a los millones requeridos. La tarea pronto se especializó, y su desempeño cobró hasta un neologismo técnico: el especialista en presionar el alambre a intervalos regulares fue llamado "El alambrista". Andrés era por aquellos tiempos uno de los más aficionados a la máquina, y por tanto, fue desde el principio elegido como principal alambrista. Su tenacidad, su infatigable constancia le hubieran valido, en otras circunstancias, la medalla del mérito al trabajo. En fin, una anécdota sin otra cosa, igual o peor que cualquiera que usted prodría aportar de su recuerdo. Pero con una diferencia: ¿su anécdota fue poetizada?

La poesía de Andrés tiene, como principal característica retórica, el mostrar una severa sujección a la rima, de suerte que con frecuencia se incorpora al poema un léxico advenedizo, que ninguna relación parece tener con el hilo argumental. Más que asegurar la rima, dota al discurso de un inquietante y sugestivo tono surrealista, una asociación entre conceptos que deambula por debajo de las leyes de la causa y su efecto. Tal sucede en este poema con los términos arista, palangana o flauta, voluntariosos esclavos de la rima. Quien haya sido jugador de máquina de petaco no necesitará mayor perífrasis sobre el léxico especializado, del tipo especial y bola extra. Los amarillos eran también dispositivos emergentes propios de este tipo de ingenios mecánicos en los que había que impactar la bola metálica obteniendo con ello un premio regulado.

Por otra parte, es también una constante en la poesía de Rastrilla la práctica de apostrofar al lector (¡Señores, escúchenme!), así como proyectar su personalidad en una tercera persona objetivada (Usted es el alambrista), práctica entre la modestia y el artero artificio literario. También tenemos en este poema otro de los rasgos esenciales de sus composiciones: el remate del poema, generalmente sustanciado en dos versos finales, tiene un aire de conclusión que, sorprendentemente, siempre se aleja un tanto de la secuencia argumental, creando una inquietante sensación de desconcierto en el lector, convencido por la rotundidad de la expresión, pero aturdido por la quiebra de la conexión temática. Recurso que encontró su máxima expresión en el famoso dístico que concluye su poema autobiográfico: Y aunque sea picaresco, / busco a mi gran amor.

Una última consideración en esta apresurada y muy incompleta exégesis del poema es la referencia que se hace en esta composición a la breve experiencia de Andrés como recogedor de huevos y limpieza en general en un gran gallinero del pueblo. Es nota muy característica de la poesía rastrillesca, el incluir (de manera directa, o como una mención consabida) episodios de su biografía personal. Presumir que el lector tiene el mismo conocimiento de su vida que él mismo, es un rasgo de imperiosa candidez. Y una última consideración, a guisa de homenaje a aquella torturada máquina de petaco que tanto juego nos dio en su vejez: un día de Santiago Apóstol (fiesta en Itero del Castillo, en cualquier caso) fue víctima de un violento atraco con una barra de hierro que desencadenó otra página ilustre en la poderosa intrahistoria del antiguo café de La Flugen. Algún día, tal vez, podamos hablar de ello.

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